ALMA PERDIDA

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Martín todavía no podía creer los datos que la policía le contaba sobre su hermana Sandra. Absorto en su pensamiento, dejó de escuchar pensando en que era ella, seguro, desde el momento en que nombraron ese puto tatuaje de la mujer en llamas que ella tenía en el escote.
¿Podía ser que estaba tan perdida en el mundo que había perdido toda la dignidad por el camino? ¿Qué había ocurrido?

Hacía tres años, Sandra comenzó a salir con tíos mayores que ella que daban la sensación de ir siempre colocados. Tras sonrisas estúpidas y olor a chicle mentolado y cerveza, prometían hacer siempre cosas excitantes, gente diferente en la pandilla que aparecía un día y ya nunca más volvía. Pero a ella le ofrecían un grupo en el que se sentía plenamente integrada, le daban una identidad más allá de “la Sandra de siempre y punto”.
Tenía catorce años por aquel entonces, y su cuerpo adolescente pedía adrenalina y sensaciones fuertes a cada latido. Le vinieron como anillo al dedo para sus pretensiones… Aunque, la verdad era que se vinieron bien mutuamente, parecía ser.
Estos nuevos amigos le aportaban incluso un nivel de vida atípico para gente de su edad: demasiado dinero, demasiados lujos permitidos como placeres. Un precio para Sandra desconocido para su familia, que no podían imaginar lo que ocurría de puertas para afuera.
Al cabo de unos meses, ya estaba desconocida. Irascible cuando se le negaba cualquier cosa y absolutamente incontrolada. Martín empezó a creer que su hermana pequeña se les escapaba de las manos y no sabía cómo recuperarla. Pero estaba seguro que la clave de todo eran esas amistades tan generosas y a los que tanta manía tenía.

Cuando se decidió a seguir los pasos de Sandra, tras la sospecha de que algo no iba bien, comenzaron al tiempo las escuchas en silencio cada vez que ella hablaba por teléfono, las persecuciones a distancia si salía con la excusa de “vuelvo en un rato”, los registros en los movimientos de su cuenta bancaria (y en la cuenta de su madre, en la que ambos estaban autorizados). Y siempre se repetían los mismos hallazgos: —“quedamos en el parque en media hora. Te he encontrado un tío que está dispuesto. ¡Ponte guapa, bombón!”— y acto seguido, detrás de ella, al parque al que iba bastante maquillada, con su minifalda vaquera y el tatuaje de su pecho bien visible. Dos veces la vio llegar, y allí la esperaba su amigo, el Pelos, con otro hombre. La primera de las veces que Martín la siguió, el invitado era un hombre trajeado de unos treinta y cinco años, y la segunda un hombre más bien entrado en edad, con vaqueros y camiseta roída y sin algún diente. Solían hablar los tres presentes, y en diez o quince minutos, el invitado sonreía embobado mirando a Sandra, que se acariciaba su tatuaje, mientras el Pelos recibía en su mano varios billetes. Luego, cada uno marchaba por donde había venido sin cruzar palabra. Continuando con sus pesquisas, haciendo la inspección en la cuenta bancaria, Martín vio varios ingresos de 150 y 200 euros, y luego varias retiradas de dinero en cantidades importantes. No entendía muy bien qué hacían, ni lo que estaba ocurriendo. No quería pensar mal o desconfiar de su hermanita. Ni siquiera sabía qué podía hacer él en todo esto, pero la situación no le resultaba ni cómoda ni esperanzadora.

Un día, sobre las doce de la noche, Sandra llegó a casa llorando, con una ceja rota y escupiendo sangre. Llevaba varios arañazos por el escote y los brazos. No quiso decir qué había ocurrido, pero cuando su madre, asustada y enfadada, dijo que irían a denunciar lo que pasaba a la policía, Sandra pidió a gritos, muy alterada, que la dejasen en paz de una vez. Todavía hoy, retumban en los oídos de Martín aquellas palabras: —“¡Es culpa vuestra! Vosotros me habéis convertido en un monstruo, así que ahora que he encontrado mi lugar, ¡no intentéis arrancarme de la calle!”— Y se encerró en su cuarto atrancando la puerta por dentro…

Hacía dos años que no sabían nada de ella. Después de aquella noche en la que ninguno pudo pegar ojo, ya no volvieron a verla. Dónde había ido y con quién estaba, fue siempre una incógnita. Pero gracias a la gente del barrio que se había cruzado con ella en contadas ocasiones, sabían que seguía viva. Desconocían las condiciones, pero no eran muy halagüeñas, por las miradas bajas avergonzadas de quien les informaba.
Intentaron buscarla y moverse por sus ambientes en varias ocasiones, pero siempre encontraban un muro de silencio a sus preguntas. Nadie sabía nada.

Ahora, dos agentes contactaban con la familia porque se había localizado en un hotel de renombre su cuerpo sin vida. Muy deteriorado, incluso descarnado en algunas zonas, y en el que lo único que se distinguía claramente como marca personal era ese tatuaje. La edad y los datos se correspondían, aunque en el hotel no tenían información de su registro, y eso tenía confundida a la policía. Aunque apareció en una habitación, entre salpicaduras de sangre, se rumoreaba que andaba por allí para buscar algo de comida, ya que algunos empleados la habían visto curioseando por allí en alguna otra ocasión. 

Tras el impacto emocional de semejante noticia, y entendiendo que quizás no era el momento idóneo para hablar con la familia, los agentes se retiraron dejándoles una tarjeta con instrucciones, direcciones y teléfonos por si recordaban algún detalle, por insignificante que pareciese de hace años.
Martín les fue a ver a la mañana siguiente bastante nervioso y sin su madre. Habló sobre sus sospechas y sobre sus hallazgos. Les confesó sus miedos y, entre lágrimas, sus presentimientos. Los agentes escuchaban, tomando notas sin interrumpir, asintiendo ante algunos detalles. Él continuaba con su discurso, acalorado:

—¡Hay que hacer algo!! ¡¡Son crías menores, joder, y ellos son unos cerdos hijos de puta!! Estaban extorsionadas, confundidas y engañadas. Ellas no tienen ninguna culpa de lo que les han hecho creer. Si supieran ese final, ¡quizás nunca hubiesen empezado!

—Mira Martín, las cosas son así en estos círculos marginales. Sabemos que para vosotros es difícil comprender. No se sabe cómo meter mano en el asunto, aunque trabajamos en ello continuamente. Y, oye, dos más dos nunca serán cinco; debes entenderlo, las cosas no cambiarán por mucho que lo desees. El mal ya está hecho a tu familia… Unos ofrecen el camino fácil a una destrucción segura, pero el que atraviesa ese umbral y se siente parte de ese círculo, pasa a ser uno de ellos, a buscar compensación en el placer inmediato que recibe. Quien atraviesa ese umbral, está dispuesto a todo, incluso a vender su alma solitaria…


Tania A. Alcusón


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ZAPATOS NUEVOS

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Llegó el momento, su primer día. El niño pequeño que antaño llevó en sus entrañas, de noble familia en aquellas tierras, recibiría su primera tutoría en palacio. Habían elegido para su vástago al mejor de los mentores de la región y ahora se preparaban para darle un recibimiento por todo lo alto.
La duquesa, pendiente de todo, daba vueltas al pequeño cogiéndolo de los hombros e imaginando el atuendo apropiado para la ocasión. Mientras, el niño daba saltitos de un pie a otro, no para a quieto en el mismo sitio, se escurría de las manos de su madre y se preguntaba en secreto la importancia de aquel día. Ahora probaban el traje, ahora le aplicaban un ungüento pegajoso en el pelo, ahora abrillantaban sus nuevos zapatos...

Cuando el tutor llegó al palacete con su traje negro, tan sobrio, no defraudó a la duquesa, que le esperaba ansiosa. Erguido como una tabla, tras los saludos iniciales a los padres, paseó su mirada por la estancia, con curiosidad pero con clase, hasta que encontró al pequeño Nicolás jugando tras uno de los sillones.
Se dirigió a él con aire imponente y frente a él ya le quiso saludar como a un hombre. Le extendió su mano...
El niño se puso en pie, y mirándole con curiosidad le dijo: "Hola señor! Por qué tengo que ponerme zapatos nuevos para leer los libros viejos?"




Y con aire desenfadado, sonriendo, agachó su cabeza para que quedase a la altura de la mano del tutor, que desconcertado, no pudo por menos que darle unas palmaditas.

Tania A. Alcusón


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